¿Y si sueño que mi vida es tan sencilla como un mendrugo de pan? Que mis días se pasan oyendo los gritos y risas de mis diez hijos mientras muelo maíz para su deleite. Mi marido llega con la caza a la espalda y saluda con una medio sonrisa de luchador orgulloso mientras da unos golpecitos en mi cabeza plagada de caracolillos. Las noches pasarían tranquilas, acurrucados ante la hoguera contándonos historias de guerreros valientes, mujeres mágicas que cuidan de los sueños, aves que hablan con los dioses y que provocan que los ojillos de los niños iluminen la noche oscura y bañada de estrellas. Despertar cada día con la mente limpia con si volviera a nacer cada vez, sin esta marabunta de preguntas sin repuesta, sin necesidad de buscar mi sitio, con la tranquilidad de que todo está escrito y cada papel adjudicado de antemano. Que si un día la desgracia nos visita solo quepa mirar al dios águila para suplicarle unos trazos de su fortaleza y así poder aceptar el destino sin más. Quizá una ofrenda en forma de danza que rompa las nubes que han de regar mi huerto. Sin espejos, porque solo la mirada que me devuelven mis hijos, mi marido, mis vecinos amigos, me dan la certeza de la belleza que me acompaña.
¿Y si soy un pequeño y blando pero resistente huevo de Geco? Mi mama, con esa sabiduría de años remotos que lleva sobre sus escamas, me habría depositado en el hueco de un tronco caído, cerca de la playa. La marea me mecería hasta alta mar, como si adivinara mi espíritu aventurero y colonizador, flotaría tranquilamente acurrucado en la madera, en un mar cálido y transparente como pocos. Un día, en el horizonte, se divisaría una nube esmeralda, una pequeña pero preciosa isla que hace sombra a cualquier paraíso que puedas imaginar. Allí, el mar, me depositaría en la arena deslumbrante y yo sentiría que es el momento de salir de mi cáscara. Sacaría mi cabecita verde luz, otearía mi entorno y sonreiría al ver mi nuevo mundo por conquistar, mi hogar.
Si, hoy me apetece ser coco de mar: sensual, pasiva y mágica.
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